La azotea

#Coronavirusplays

Un hombre, de unos 50 años. En su acento se mezcla lo gaditano con lo extranjero

¡Coño! Llego a la puta playa y me la han cerrado. Allí está. Al otro lado de unas vallas cutres y una cinta de esas de plástico. ¿Será por los madrileños? ¿Los que han bajado a Cádiz, huyendo de la peste? Me lo dijo mi hijo ayer, de broma. “Si escuchas a alguien decir ‘tronco’ por la calle, mátalo ya, quillo.” Creo que estaba de broma. Desde que nos vinimos a Cádiz se ha vuelto super-gaditano.

¿Qué hago? Las perras me están mirando con esa cara que solo tienen los labradores. Amor traicionado. Decepción. Hambre. ¿Saltamos la valla? Lo pienso en serio. Y luego lo descarto. No por sentido de responsabilidad ni por miedo a las autoridades. Más bien para temor a la vergüenza. Me veo en la portada del Diario de Cádiz. “La Guardia Civil ha pillado a un hombre de mediana edad, de origen escocés, en la Playa de Santa María, en contravención de la orden de confinamiento…”

Damos la vuelta. Las perras están confundidas. “¿Ahora qué?” me preguntan. O, más bien, me pregunto yo. ¿Nos metemos directamente en el piso, las dos perras, yo, mis dos niños adolescentes? No sé si alegrarme porque el confinamiento nos ha pillado la semana que estoy yo con los niños y las perras, y mi ex está fuera. Confieso. Me alegro. El mundo se va al carajo pero yo me encargo de mi gente. Llega el fin del mundo y con tal de poder hacer el papel de padre guay recién separado me siento realizado. Se pueden morir cientos de miles de personas pero con poder llenar el frigorífico con alcachofas guisadas, berenjenas chinas, pollo empanado, hamburguesas, curry de carrillada, estoy bien. No sé si soy tremendamente egocéntrico o solo gilipollas. Haré muffins por la mañana y pan por la tarde.

Ya estamos llegando a casa y se me ocurre una idea. Tengo que tender de todas maneras. Tenemos azotea. Me preparo un café, cojo unas magdalenas y lo subo todo: la colada, el desayuno, las perras. Y, porque no, un pequeño altavoz, ya que estamos de fiesta. Entramos en la casa y las perras me miran otra vez. Esperan su desayuno. Normalmente, volvemos y les pongo el desayuno. ¿Como se lo explico? “Mirad, queridas, está todo patas arriba. Va a haber cambios de rutina.”

Saco la ropa de la lavadora. Soy así. Soy un hombre que pone la lavadora la noche anterior para poder tender temprano al día siguiente. Un hombre moderno. Un hombre capaz de enfrentarse al fin del mundo sin perder su cordura. Meto la ropa en una bolsa grande, una de esas azules de Ikea. Cojo la cestita de las pinzas. Pongo la kettle.

Las perras me siguen mirando, expectantes, hambrientas. Y me paro. ¿Cómo hago? Hay que subir la colada, las perras y el desayuno a la azotea. No puedo con todo. La bolsa es grande, el café se va a derramar, las perras se van a desmadrar por la escalera. ¿Cómo hago? Además, arriba hay gaviotas. Muchas. Normalmente me dejan en paz. Todavía no tienen críos este año, ni están anidando. Pero sospecho que con las perras se van a alterar. Y si subo primero el desayuno, seguro que las gaviotas se comen las magdalenas. ¡Joder! De repente me veo en la adivinanza del tío que tiene que pasar de un lado a otro de un río en un barquito con un zorro y una gallina y algo más, ya no recuerdo qué. ¿Un repollo? ¿Puede ser un repollo? A los zorros no les gusta el repollo, seguramente. Pues, a los labradores les gusta de todo. Da igual. La cuestión es, ¿en qué orden subo las cosas?

Empiezo con la colada. Subo la escalera, abro la puerta que da a la azotea, dejo la bolsa y la cestita con las pinzas allí arriba y bajo. Subo otra vez, ahora con el café, las magdalenas y el altavoz. Bien. Pero no puedo dejar las magdalenas a la intemperie. Por las gaviotas. Que, bueno, por ahora solo son dos o tres en el edificio de enfrente pero no me fío. Meto las magdalenas dentro de la cesta y meto la cesta dentro de la bolsa de la ropa.

Bajo a por las perras. Me siguen mirando con esa mirada de “¿y nuestro desayuno?” Cojo sus correas, un par de pelotas de tenis y unas galletitas con forma de hueso. Las perras se olvidan del desayuno y me siguen. Abro la puerta a la azotea, las perras salen; saco mis magdalenas, cojo mi café y respiro. He llegado a la otra orilla con mi zorro y mi gallina y mi repollo o lo que fuera.

Miro el edificio de enfrente. Ya hay más gaviotas. Muchas gaviotas. Tiene que haber por lo menos diez, mirándonos, simplemente. Pero no son ellas las que me preocupan. Porque de repente el aire está lleno de gaviotas. Como si todas las putas gaviotas de Cádiz se hubieran concentrado justo aquí, encima de mi azotea. Ya no hay adivinanza. Esto se ha convertido en la película de Hitchcock. No recuerdo como es la película ni su trama, solo sé que hay muchos pájaros y que acaba mal.

Aguanto la respiración. Las gaviotas nos sobrevuelan pero por ahora no atacan. Afortunadamente hay sábanas y toallas ya tendidas que hacen de mampara, y las perras están entretenidas con sus pelotas de tenis. Tomo un sorbo de café y pongo música. Poco a poco, la cosa se va calmando. Parece que las gaviotas han entendido que las perras no pueden saltar de nuestra azotea a la suya. Que no se trata de una invasión sino de algo nuevo pero inofensivo. Podemos compartir este espacio aquí arriba, sin pelearnos. Parece que las perras se han reconciliado con este paseo poco convencional. Parece que todo va a estar bien. Le pego un mordisco a la magdalena, bebo mi café, subo el volumen al máximo. Y canto a pleno pulmón:

La donna è mobile
qual piuma al vento,
muta d’accento
e di pensiero.

(c) Tim Gutteridge, 2020